sábado, 28 de noviembre de 2009

La Carta Robada.




Me hallaba en París en el otoño de 18... Una noche, después de una tarde ventosa, gozaba del doble placer de la meditación y de una pipa de espuma de mar, en compañía de mi amigo C. Auguste Dupin, en su pequeña biblioteca o gabinete de estudios del n.° 33, rue Dunot, au troisième, Faubourg Saint-Germain. Llevábamos más de una hora en profundo silencio, y cualquier observador casual nos hubiera creído exclusiva y profundamente dedicados a estudiar las onduladas capas de humo que llenaban la atmósfera de la sala. Por mi parte, me había entregado a la discusión mental de ciertos tópicos sobre los cuales habíamos departido al comienzo de la velada; me refiero al caso de la rue Morgue y al misterio del asesinato de Marie Rogêt. No dejé de pensar, pues, en una coincidencia, cuando vi abrirse la puerta para dejar paso a nuestro viejo conocido G..., el prefecto de la policía de París.
Lo recibimos cordialmente, pues en aquel hombre había tanto de despreciable como de divertido, y llevábamos varios años sin verlo. Como habíamos estado sentados en la oscuridad, Dupin se levantó para encender una lámpara, pero volvió a su asiento sin hacerlo cuando G... nos hizo saber que venía a consultarnos, o, mejor dicho, a pedir la opinión de mi amigo sobre cierto asunto oficial que lo preocupaba grandemente.
-Si se trata de algo que requiere reflexión -observó Dupin, absteniéndose de dar fuego a la mecha- será mejor examinarlo en la oscuridad.
-He aquí una de sus ideas raras -dijo el prefecto, para quien todo lo que excedía su comprensión era «raro», por lo cual vivía rodeado de una verdadera legión de «rarezas».
-Muy cierto -repuso Dupin, entregando una pipa a nuestro visitante y ofreciéndole un confortable asiento.
-¿Y cuál es la dificultad? -pregunté-. Espero que no sea otro asesinato.
-¡Oh, no, nada de eso! Por cierto que es un asunto muy sencillo y no dudo de que podremos resolverlo perfectamente bien por nuestra cuenta; de todos modos pensé que a Dupin le gustaría conocer los detalles, puesto que es un caso muy raro.
-Sencillo y raro -dijo Dupin.
-Justamente. Pero tampoco es completamente eso. A decir verdad, todos estamos bastante confundidos, ya que la cosa es sencillísima y, sin embargo, nos deja perplejos.
-Quizá lo que los induce a error sea precisamente la sencillez del asunto -observó mi amigo.
-¡Qué absurdos dice usted! -repuso el prefecto, riendo a carcajadas.
-Quizá el misterio es un poco demasiado sencillo -dijo Dupin.
-¡Oh, Dios mío! ¿Cómo se le puede ocurrir semejante idea?
-Un poco demasiado evidente.
-¡Ja, ja! ¡Oh, oh! -reía el prefecto, divertido hasta más no poder-. Dupin, usted acabará por hacerme morir de risa.
-Veamos, ¿de qué se trata? -pregunté.
-Pues bien, voy a decírselo -repuso el prefecto, aspirando profundamente una bocanada de humo e instalándose en un sillón-. Puedo explicarlo en pocas palabras, pero antes debo advertirles que el asunto exige el mayor secreto, pues si se supiera que lo he confiado a otras personas podría costarme mi actual posición.
-Hable usted -dije.
-O no hable -dijo Dupin.
-Está bien. He sido informado personalmente, por alguien que ocupa un altísimo puesto, de que cierto documento de la mayor importancia ha sido robado en las cámaras reales. Se sabe quién es la persona que lo ha robado, pues fue vista cuando se apoderaba de él. También se sabe que el documento continúa en su poder.
-¿Cómo se sabe eso? -preguntó Dupin.
-Se deduce claramente -repuso el prefecto- de la naturaleza del documento y de que no se hayan producido ciertas consecuencias que tendrían lugar inmediatamente después que aquél pasara a otras manos; vale decir, en caso de que fuera empleado en la forma en que el ladrón ha de pretender hacerlo al final.
-Sea un poco más explícito -dije.
-Pues bien, puedo afirmar que dicho papel da a su poseedor cierto poder en cierto lugar donde dicho poder es inmensamente valioso.
El prefecto estaba encantado de su jerga diplomática.
-Pues sigo sin entender nada -dijo Dupin.
-¿No? Veamos: la presentación del documento a una tercera persona que no nombraremos pondría sobre el tapete el honor de un personaje de las más altas esferas y ello da al poseedor del documento un dominio sobre el ilustre personaje cuyo honor y tranquilidad se ven de tal modo amenazados.
-Pero ese dominio -interrumpí- dependerá de que el ladrón supiera que dicho personaje lo conoce como tal. ¿Y quién osaría...?
-El ladrón -dijo G...- es el ministro D..., que se atreve a todo, tanto en lo que es digno como lo que es indigno de un hombre. La forma en que cometió el robo es tan ingeniosa como audaz. El documento en cuestión -una carta, para ser francos- fue recibido por la persona robada mientras se hallaba a solas en el boudoir real. Mientras la leía, se vio repentinamente interrumpida por la entrada de la otra eminente persona, a la cual la primera deseaba ocultar especialmente la carta. Después de una apresurada y vana tentativa de esconderla en un cajón, debió dejarla, abierta como estaba, sobre una mesa. Como el sobrescrito había quedado hacia arriba y no se veía el contenido, la carta podía pasar sin ser vista. Pero en ese momento aparece el ministro D... Sus ojos de lince perciben inmediatamente el papel, reconoce la escritura del sobrescrito, observa la confusión de la persona en cuestión y adivina su secreto. Luego de tratar algunos asuntos en la forma expeditiva que le es usual, extrae una carta parecida a la que nos ocupa, la abre, finge leerla y la coloca luego exactamente al lado de la otra. Vuelve entonces a departir sobre las cuestiones públicas durante un cuarto de hora. Se levanta, finalmente, y, al despedirse, toma la carta que no le pertenece. La persona robada ve la maniobra, pero no se atreve a llamarle la atención en presencia de la tercera, que no se mueve de su lado. El ministro se marcha, dejando sobre la mesa la otra carta sin importancia.
-Pues bien -dijo Dupin, dirigiéndose a mí-, ahí tiene usted lo que se requería para que el dominio del ladrón fuera completo: éste sabe que la persona robada lo conoce como el ladrón.
-En efecto -dijo el prefecto-, y el poder así obtenido ha sido usado en estos últimos meses para fines políticos, hasta un punto sumamente peligroso. La persona robada está cada vez más convencida de la necesidad de recobrar su carta. Pero, claro está, una cosa así no puede hacerse abiertamente. Por fin, arrastrada por la desesperación, dicha persona me ha encargado de la tarea.
-Para la cual -dijo Dupin, envuelto en un perfecto torbellino de humo- no podía haberse deseado, o siquiera imaginado, agente más sagaz.
-Me halaga usted -repuso el prefecto-, pero no es imposible que, en efecto, se tenga de mi tal opinión.
-Como hace usted notar -dije-, es evidente que la carta sigue en posesión del ministro, pues lo que le confiere su poder es dicha posesión y no su empleo. Apenas empleada la carta, el poder cesaría.
Muy cierto -convino G...-. Mis pesquisas se basan en esa convicción. Lo primero que hice fue registrar cuidadosamente la mansión del ministro, aunque la mayor dificultad residía en evitar que llegara a enterarse. Se me ha prevenido que, por sobre todo, debo impedir que sospeche nuestras intenciones, lo cual sería muy peligroso.
-Pero usted tiene todas las facilidades para ese tipo de investigaciones -dije-. No es la primera vez que la policía parisiense las practica.
-¡Oh, naturalmente! Por eso no me preocupé demasiado. Las costumbres del ministro me daban, además, una gran ventaja. Con frecuencia pasa la noche fuera de su casa. Los sirvientes no son muchos y duermen alejados de los aposentos de su amo; como casi todos son napolitanos, es muy fácil inducirlos a beber copiosamente. Bien saben ustedes que poseo llaves con las cuales puedo abrir cualquier habitación de París. Durante estos tres meses no ha pasado una noche sin que me dedicara personalmente a registrar la casa de D... Mi honor está en juego y, para confiarles un gran secreto, la recompensa prometida es enorme. Por eso no abandoné la búsqueda hasta no tener seguridad completa de que el ladrón es más astuto que yo. Estoy seguro de haber mirado en cada rincón posible de la casa donde la carta podría haber sido escondida.
-¿No sería posible -pregunté- que si bien la carta se halla en posesión del ministro, como parece incuestionable, éste la haya escondido en otra parte que en su casa?
-Es muy poco probable -dijo Dupin-. El especial giro de los asuntos actuales en la corte, y especialmente de las intrigas en las cuales se halla envuelto D..., exigen que el documento esté a mano y que pueda ser exhibido en cualquier momento; esto último es tan importante como el hecho mismo de su posesión.
-¿Que el documento pueda ser exhibido? -pregunte.
-Si lo prefiere, que pueda ser destruido -dijo Dupin.
-Pues bien -convine-, el papel tiene entonces que estar en la casa. Supongo que podemos descartar toda idea de que el ministro lo lleve consigo.
-Por supuesto -dijo el prefecto-. He mandado detenerlo dos veces por falsos salteadores de caminos y he visto personalmente cómo le registraban.
-Pudo usted ahorrarse esa molestia -dijo Dupin-. Supongo que D... no es completamente loco y que ha debido prever esos falsos asaltos como una consecuencia lógica.
-No es completamente loco -dijo G...-, pero es un poeta, lo que en mi opinión viene a ser más o menos lo mismo.
-Cierto -dijo Dupin, después de aspirar una profunda bocanada de su pipa de espuma de mar-, aunque, por mi parte, me confieso culpable de algunas malas rimas.
-¿Por qué no nos da detalles de su requisición? -pregunté.
-Pues bien; como disponíamos del tiempo necesario, buscamos en todas partes. Tengo una larga experiencia en estos casos. Revisé íntegramente la mansión, cuarto por cuarto, dedicando las noches de toda una semana a cada aposento. Primero examiné el moblaje. Abrimos todos los cajones; supongo que no ignoran ustedes que, para un agente de policía bien adiestrado, no hay cajón secreto que pueda escapársele. En una búsqueda de esta especie, el hombre que deja sin ver un cajón secreto es un imbécil. ¡Son tan evidentes! En cada mueble hay una cierta masa, un cierto espacio que debe ser explicado. Para eso tenemos reglas muy precisas. No se nos escaparía ni la quincuagésima parte de una línea.
»Terminada la inspección de armarios pasamos a las sillas. Atravesamos los almohadones con esas largas y finas agujas que me han visto ustedes emplear. Levantamos las tablas de las mesas.»
-¿Porqué?
-Con frecuencia, la persona que desea esconder algo levanta la tapa de una mesa o de un mueble similar, hace un orificio en cada una de las patas, esconde el objeto en cuestión y vuelve a poner la tabla en su sitio. Lo mismo suele hacerse en las cabeceras y postes de las camas.
-Pero, ¿no puede localizarse la cavidad por el sonido? -pregunté.
-De ninguna manera si, luego de haberse depositado el objeto, se lo rodea con una capa de algodón. Además, en este caso estábamos forzados a proceder sin hacer ruido.
-Pero es imposible que hayan ustedes revisado y desarmado todos los muebles donde pudo ser escondida la carta en la forma que menciona. Una carta puede ser reducida a un delgadísimo rollo, casi igual en volumen al de una aguja larga de tejer, y en esa forma se la puede insertar, por ejemplo, en el travesaño de una silla. ¿Supongo que no desarmaron todas las sillas?
-Por supuesto que no, pero hicimos algo mejor: examinamos los travesaños de todas las sillas de la casa y las junturas de todos los muebles con ayuda de un poderoso microscopio. Si hubiera habido la menor señal de un reciente cambio, no habríamos dejado de advertirlo instantáneamente. Un simple grano de polvo producido por un barreno nos hubiera saltado a los ojos como si fuera una manzana. La menor diferencia en la encoladura, la más mínima apertura en los ensamblajes, hubiera bastado para orientarnos.
-Supongo que miraron en los espejos, entre los marcos y el cristal, y que examinaron las camas y la ropa de la cama, así como los cortinados y alfombras.
-Naturalmente, y luego que hubimos revisado todo el moblaje en la misma forma minuciosa, pasamos a la casa misma. Dividimos su superficie en compartimentos que numeramos, a fin de que no se nos escapara ninguno; luego escrutamos cada pulgada cuadrada, incluyendo las dos casas adyacentes, siempre ayudados por el microscopio.
-¿Las dos casas adyacentes? -exclamé-. ¡Habrán tenido toda clase de dificultades!
-Sí. Pero la recompensa ofrecida es enorme.
-¿Incluían ustedes el terreno contiguo a las casas?
-Dicho terreno está pavimentado con ladrillos. No nos dio demasiado trabajo comparativamente, pues examinamos el musgo entre los ladrillos y lo encontramos intacto.
-¿Miraron entre los papeles de D..., naturalmente, y en los libros de la biblioteca?
-Claro está. Abrimos todos los paquetes, y no sólo examinamos cada libro, sino que lo hojeamos cuidadosamente, sin conformarnos con una mera sacudida, como suelen hacerlo nuestros oficiales de policía. Medimos asimismo el espesor de cada encuadernación, escrutándola luego de la manera más detallada con el microscopio. Si se hubiera insertado un papel en una de esas encuadernaciones, resultaría imposible que pasara inadvertido. Cinco o seis volúmenes que salían de manos del encuadernador fueron probados longitudinalmente con las agujas.
-¿Exploraron los pisos debajo de las alfombras?
-Sin duda. Levantamos todas las alfombras y examinamos las planchas con el microscopio.
-¿Y el papel de las paredes?
-Lo mismo.
-¿Miraron en los sótanos?
-Miramos.
-Pues entonces -declaré- se ha equivocado usted en sus cálculos y la carta no está en la casa del ministro.
-Me temo que tenga razón -dijo el prefecto-. Pues bien, Dupin, ¿qué me aconseja usted?
-Revisar de nuevo completamente la casa.
-¡Pero es inútil! -replicó G...-. Tan seguro estoy de que respiro como de que la carta no está en la casa.
-No tengo mejor consejo que darle -dijo Dupin-. Supongo que posee usted una descripción precisa de la carta.
-¡Oh, sí!
Luego de extraer una libreta, el prefecto procedió a leernos una minuciosa descripción del aspecto interior de la carta, y especialmente del exterior. Poco después de terminar su lectura se despidió de nosotros, desanimado como jamás lo había visto antes.
Un mes más tarde nos hizo otra visita y nos encontró ocupados casi en la misma forma que la primera vez. Tomó posesión de una pipa y un sillón y se puso a charlar de cosas triviales. Al cabo de un rato le dije:
-Veamos, G..., ¿qué pasó con la carta robada? Supongo que, por lo menos, se habrá convencido de que no es cosa fácil sobrepujar en astucia al ministro.
-¡El diablo se lo lleve! Volví a revisar su casa, como me lo había aconsejado Dupin, pero fue tiempo perdido. Ya lo sabía yo de antemano.
-¿A cuánto dijo usted que ascendía la recompensa ofrecida? -preguntó Dupin.
-Pues... a mucho dinero... muchísimo. No quiero decir exactamente cuánto, pero eso sí, afirmo que estaría dispuesto a firmar un cheque por cincuenta mil francos a cualquiera que me consiguiese esa carta. El asunto va adquiriendo día a día más importancia, y la recompensa ha sido recientemente doblada. Pero, aunque ofrecieran tres voces esa suma, no podría hacer más de lo que he hecho.
-Pues... la verdad... -dijo Dupin, arrastrando las palabras entre bocanadas de humo-, me parece a mí, G..., que usted no ha hecho... todo lo que podía hacerse. ¿No cree que... aún podría hacer algo más, eh?
-¿Cómo? ¿En qué sentido?
-Pues... puf... podría usted... puf, puf... pedir consejo en este asunto... puf, puf, puf... ¿Se acuerda de la historia que cuentan de Abernethy?
-No. ¡Al diablo con Abernethy!
-De acuerdo. ¡Al diablo, pero bienvenido! Érase una vez cierto avaro que tuvo la idea de obtener gratis el consejo médico de Abernethy. Aprovechó una reunión y una conversación corrientes para explicar un caso personal como si se tratara del de otra persona. «Supongamos que los síntomas del enfermo son tales y cuales -dijo-. Ahora bien, doctor: ¿qué le aconsejaría usted hacer?» «Lo que yo le aconsejaría -repuso Abernethy- es que consultara a un médico.»
-¡Vamos! -exclamó el prefecto, bastante desconcertado-. Estoy plenamente dispuesto a pedir consejo y a pagar por él. De verdad, daría cincuenta mil francos a quienquiera me ayudara en este asunto.
-En ese caso -replicó Dupin, abriendo un cajón y sacando una libreta de cheques-, bien puede usted llenarme un cheque por la suma mencionada. Cuando lo haya firmado le entregaré la carta.
Me quedé estupefacto. En cuanto al prefecto, parecía fulminado. Durante algunos minutos fue incapaz de hablar y de moverse, mientras contemplaba a mi amigo con ojos que parecían salírsele de las órbitas y con la boca abierta. Recobrándose un tanto, tomó una pluma y, después de varias pausas y abstraídas contemplaciones, llenó y firmó un cheque por cincuenta mil francos, extendiéndolo por encima de la mesa a Dupin. Éste lo examinó cuidadosamente y lo guardo en su cartera; luego, abriendo un escritorio, sacó una carta y la entregó al prefecto. Nuestro funcionario la tomó en una convulsión de alegría, la abrió con manos trémulas, lanzó una ojeada a su contenido y luego, lanzándose vacilante hacia la puerta, desapareció bruscamente del cuarto y de la casa, sin haber pronunciado una sílaba desde el momento en que Dupin le pidió que llenara el cheque.
Una vez que se hubo marchado, mi amigo consintió en darme algunas explicaciones.
-La policía parisiense es sumamente hábil a su manera -dijo-. Es perseverante, ingeniosa, astuta y muy versada en los conocimientos que sus deberes exigen. Así, cuando G... nos explicó su manera de registrar la mansión de D..., tuve plena confianza en que había cumplido una investigación satisfactoria, hasta donde podía alcanzar.
-¿Hasta donde podía alcanzar? -repetí.
-Sí -dijo Dupin-. Las medidas adoptadas no solamente eran las mejores en su género, sino que habían sido llevadas a la más absoluta perfección. Si la carta hubiera estado dentro del ámbito de su búsqueda, no cabe la menor duda de que los policías la hubieran encontrado.
Me eché a reír, pero Dupin parecía hablar muy en serio.
-Las medidas -continuó- eran excelentes en su género, y fueron bien ejecutadas; su defecto residía en que eran inaplicables al caso y al hombre en cuestión. Una cierta cantidad de recursos altamente ingeniosos constituyen para el prefecto una especie de lecho de Procusto, en el cual quiere meter a la fuerza sus designios. Continuamente se equivoca por ser demasiado profundo o demasiado superficial para el caso, y más de un colegial razonaría mejor que él. Conocí a uno que tenía ocho años y cuyos triunfos en el juego de «par e impar» atraían la admiración general. El juego es muy sencillo y se juega con bolitas. Uno de los contendientes oculta en la mano cierta cantidad de bolitas y pregunta al otro: «¿Par o impar?» Si éste adivina correctamente, gana una bolita; si se equivoca, pierde una. El niño de quien hablo ganaba todas las bolitas de la escuela. Naturalmente, tenía un método de adivinación que consistía en la simple observación y en el cálculo de la astucia de sus adversarios. Supongamos que uno de éstos sea un perfecto tonto y que, levantando la mano cerrada, le pregunta: «¿Par o impar?» Nuestro colegial responde: «Impar», y pierde, pero a la segunda vez gana, por cuanto se ha dicho a sí mismo: «El tonto tenía pares la primera vez, y su astucia no va más allá de preparar impares para la segunda vez. Por lo tanto, diré impar.» Lo dice, y gana. Ahora bien, si le toca jugar con un tonto ligeramente superior al anterior, razonará en la siguiente forma: «Este muchacho sabe que la primera vez elegí impar, y en la segunda se le ocurrirá como primer impulso pasar de par a impar, pero entonces un nuevo impulso le sugerirá que la variación es demasiado sencilla, y finalmente se decidirá a poner bolitas pares como la primera vez. Por lo tanto, diré pares.» Así lo hace, y gana. Ahora bien, esta manera de razonar del colegial, a quien sus camaradas llaman «afortunado», ¿en qué consiste si se la analiza con cuidado?
-Consiste -repuse- en la identificación del intelecto del razonador con el de su oponente.
-Exactamente -dijo Dupin-. Cuando pregunté al muchacho de qué manera lograba esa total identificación en la cual residían sus triunfos, me contestó: «Si quiero averiguar si alguien es inteligente, o estúpido, o bueno, o malo, y saber cuáles son sus pensamientos en ese momento, adapto lo más posible la expresión de mi cara a la de la suya, y luego espero hasta ver qué pensamientos o sentimientos surgen en mi mente o en mi corazón, coincidentes con la expresión de mi cara.» Esta respuesta del colegial está en la base de toda la falsa profundidad atribuida a La Rochefoucauld, La Bruyère, Maquiavelo y Campanella.
-Si comprendo bien -dije- la identificación del intelecto del razonador con el de su oponente depende de la precisión con que se mida la inteligencia de este último.
-Depende de ello para sus resultados prácticos -replicó Dupin-, y el prefecto y sus cohortes fracasan con tanta frecuencia, primero por no lograr dicha identificación y segundo por medir mal -o, mejor dicho, por no medir- el intelecto con el cual se miden. Sólo tienen en cuenta sus propias ideas ingeniosas y, al buscar alguna cosa oculta, se fijan solamente en los métodos que ellos hubieran empleado para ocultarla. Tienen mucha razón en la medida en que su propio ingenio es fiel representante del de la masa; pero, cuando la astucia del malhechor posee un carácter distinto de la suya, aquél los derrota, como es natural. Esto ocurre siempre cuando se trata de una astucia superior a la suya y, muy frecuentemente, cuando está por debajo. Los policías no admiten variación de principio en sus investigaciones; a lo sumo, si se ven apurados por algún caso insólito, o movidos por una recompensa extraordinaria, extienden o exageran sus viejas modalidades rutinarias, pero sin tocar los principios. Por ejemplo, en este asunto de D..., ¿qué se ha hecho para modificar el principio de acción? ¿Qué son esas perforaciones, esos escrutinios con el microscopio, esa división de la superficie del edificio en pulgadas cuadradas numeradas? ¿Qué representan sino la aplicación exagerada del principio o la serie de principios que rigen una búsqueda, y que se basan a su vez en una serie de nociones sobre el ingenio humano, a las cuales se ha acostumbrado el prefecto en la prolongada rutina de su tarea? ¿No ha advertido que G... da por sentado que todo hombre esconde una carta, si no exactamente en un agujero practicado en la pata de una silla, por lo menos en algún agujero o rincón sugerido por la misma línea de pensamiento que inspira la idea de esconderla en un agujero hecho en la pata de una silla? Observe asimismo que esos escondrijos rebuscados sólo se utilizan en ocasiones ordinarias, y sólo serán elegidos por inteligencias igualmente ordinarias; vale decir que en todos los casos de ocultamiento cabe presumir, en primer término, que se lo ha efectuado dentro de esas líneas; por lo tanto, su descubrimiento no depende en absoluto de la perspicacia, sino del cuidado, la paciencia y la obstinación de los buscadores; y si el caso es de importancia (o la recompensa magnifica, lo cual equivale a la misma cosa a los ojos de los policías), las cualidades aludidas no fracasan jamás. Comprenderá usted ahora lo que quiero decir cuando sostengo que si la carta robada hubiese estado escondida en cualquier parte dentro de los límites de la perquisición del prefecto (en otras palabras, si el principio rector de su ocultamiento hubiera estado comprendido dentro de los principios del prefecto) hubiera sido descubierta sin la más mínima duda. Pero nuestro funcionario ha sido mistificado por completo, y la remota fuente de su derrota yace en su suposición de que el ministro es un loco porque ha logrado renombre como poeta. Todos los locos son poetas en el pensamiento del prefecto, de donde cabe considerarlo culpable de un non distributio medii por inferir de lo anterior que todos los poetas son locos.
-¿Pero se trata realmente del poeta? -pregunté-. Sé que D... tiene un hermano, y que ambos han logrado reputación en el campo de las letras. Creo que el ministro ha escrito una obra notable sobre el cálculo diferencial. Es un matemático y no un poeta.
-Se equivoca usted. Lo conozco bien, y sé que es ambas cosas. Como poeta y matemático es capaz de razonar bien, en tanto que como mero matemático hubiera sido capaz de hacerlo y habría quedado a merced del prefecto.
-Me sorprenden esas opiniones -dije-, que el consenso universal contradice. Supongo que no pretende usted aniquilar nociones que tienen siglos de existencia sancionada. La razón matemática fue considerada siempre como la razón por excelencia.
-Il y a à parier -replicó Dupin, citando a Chamfort- que toute idée publique, toute convention reçue est une sottise, car elle a convenu au plus grand nombre. Le aseguro que los matemáticos han sido los primeros en difundir el error popular al cual alude usted, y que no por difundido deja de ser un error. Con arte digno de mejor causa han introducido, por ejemplo, el término «análisis» en las operaciones algebraicas. Los franceses son los causantes de este engaño, pero si un término tiene alguna importancia, si las palabras derivan su valor de su aplicación, entonces concedo que «análisis» abarca «álgebra», tanto como en latín ambitus implica «ambición»; religio, «religión», u homines honesti, la clase de las gentes honorables.
-Me temo que se malquiste usted con algunos de los algebristas de París. Pero continúe.
-Niego la validez y, por tanto, los resultados de una razón cultivada por cualquier procedimiento especial que no sea el lógico abstracto. Niego, en particular, la razón extraída del estudio matemático. Las matemáticas constituyen la ciencia de la forma y la cantidad; el razonamiento matemático es simplemente la lógica aplicada a la observación de la forma y la cantidad. El gran error está en suponer que incluso las verdades de lo que se denomina álgebra pura constituyen verdades abstractas o generales. Y este error es tan enorme que me asombra se lo haya aceptado universalmente. Los axiomas matemáticos no son axiomas de validez general. Lo que es cierto de la relación (de la forma y la cantidad) resulta con frecuencia erróneo aplicado, por ejemplo, a la moral. En esta última ciencia suele no ser cierto que el todo sea igual a la suma de las partes. También en química este axioma no se cumple. En la consideración de los móviles falla igualmente, pues dos móviles de un valor dado no alcanzan necesariamente al sumarse un valor equivalente a la suma de sus valores. Hay muchas otras verdades matemáticas que sólo son tales dentro de los límites de la relación. Pero el matemático, llevado por el hábito, arguye, basándose en sus verdades finitas, como si tuvieran una aplicación general, cosa que por lo demás la gente acepta y cree. En su erudita Mitología, Bryant alude a una análoga fuente de error cuando señala que, «aunque no se cree en las fábulas paganas, solemos olvidarnos de ello y extraemos consecuencias como si fueran realidades existentes». Pero, para los algebristas, que son realmente paganos, las «fábulas paganas» constituyen materia de credulidad, y las inferencias que de ellas extraen no nacen de un descuido de la memoria sino de un inexplicable reblandecimiento mental. Para resumir: jamás he encontrado a un matemático en quien se pudiera confiar fuera de sus raíces y sus ecuaciones, o que no tuviera por artículo de fe que x2+px es absoluta e incondicionalmente igual a q. Por vía de experimento, diga a uno de esos caballeros que, en su opinión, podrían darse casos en que x2+px no fuera absolutamente igual a q; pero, una vez que le haya hecho comprender lo que quiere decir, sálgase de su camino lo antes posible, porque es seguro que tratará de golpearlo.
»Lo que busco indicar -agregó Dupin, mientras yo reía de sus últimas observaciones- es que, si el ministro hubiera sido sólo un matemático, el prefecto no se habría visto en la necesidad de extenderme este cheque. Pero sé que es tanto matemático como poeta, y mis medidas se han adaptado a sus capacidades, teniendo en cuenta las circunstancias que lo rodeaban. Sabía que es un cortesano y un audaz intrigant. Pensé que un hombre semejante no dejaría de estar al tanto de los métodos policiales ordinarios. Imposible que no anticipara (y los hechos lo han probado así) los falsos asaltos a que fue sometido. Reflexioné que igualmente habría previsto las pesquisiciones secretas en su casa. Sus frecuentes ausencias nocturnas, que el prefecto consideraba una excelente ayuda para su triunfo, me parecieron simplemente astucias destinadas a brindar oportunidades a la perquisición y convencer lo antes posible a la policía de que la carta no se hallaba en la casa, como G... terminó finalmente por creer. Me pareció asimismo que toda la serie de pensamientos que con algún trabajo acabo de exponerle y que se refieren al principio invariable de la acción policial en sus búsquedas de objetos ocultos, no podía dejar de ocurrírsele al ministro. Ello debía conducirlo inflexiblemente a desdeñar todos los escondrijos vulgares. Reflexioné que ese hombre no podía ser tan simple como para no comprender que el rincón más remoto e inaccesible de su morada estaría tan abierto como el más vulgar de los armarios a los ojos, las sondas, los barrenos y los microscopios del prefecto. Vi, por último, que D... terminaría necesariamente en la simplicidad, si es que no la adoptaba por una cuestión de gusto personal. Quizá recuerde usted con qué ganas rió el prefecto cuando, en nuestra primera entrevista, sugerí que acaso el misterio lo perturbaba por su absoluta evidencia.
-Me acuerdo muy bien -respondí-. Por un momento pensé que iban a darle convulsiones.
-El mundo material -continuó Dupin- abunda en estrictas analogías con el inmaterial, y ello tiñe de verdad el dogma retórico según el cual la metáfora o el símil sirven tanto para reforzar un argumento como para embellecer una descripción. El principio de la vis inertiæ, por ejemplo, parece idéntico en la física y en la metafísica. Si en la primera es cierto que resulta más difícil poner en movimiento un cuerpo grande que uno pequeño, y que el impulso o cantidad de movimiento subsecuente se hallará en relación con la dificultad, no menos cierto es en metafísica que los intelectos de máxima capacidad, aunque más vigorosos, constantes y eficaces en sus avances que los de grado inferior, son más lentos en iniciar dicho avance y se muestran más embarazados y vacilantes en los primeros pasos. Otra cosa: ¿Ha observado usted alguna vez, entre las muestras de las tiendas, cuáles atraen la atención en mayor grado?
-Jamás se me ocurrió pensarlo -dije.
-Hay un juego de adivinación -continuó Dupin- que se juega con un mapa. Uno de los participantes pide al otro que encuentre una palabra dada: el nombre de una ciudad, un río, un Estado o un imperio; en suma, cualquier palabra que figure en la abigarrada y complicada superficie del mapa. Por lo regular, un novato en el juego busca confundir a su oponente proponiéndole los nombres escritos con los caracteres más pequeños, mientras que el buen jugador escogerá aquellos que se extienden con grandes letras de una parte a otra del mapa. Estos últimos, al igual que las muestras y carteles excesivamente grandes, escapan a la atención a fuerza de ser evidentes, y en esto la desatención ocular resulta análoga al descuido que lleva al intelecto a no tomar en cuenta consideraciones excesivas y palpablemente evidentes. De todos modos, es éste un asunto que se halla por encima o por debajo del entendimiento del prefecto. Jamás se le ocurrió como probable o posible que el ministro hubiera dejado la carta delante de las narices del mundo entero, a fin de impedir mejor que una parte de ese mundo pudiera verla.
»Cuanto más pensaba en el audaz, decidido y característico ingenio de D..., en que el documento debía hallarse siempre a mano si pretendía servirse de él para sus fines, y en la absoluta seguridad proporcionada por el prefecto de que el documento no se hallaba oculto dentro de los límites de las búsquedas ordinarias de dicho funcionario, más seguro me sentía de que, para esconder la carta, el ministro había acudido al más amplio y sagaz de los expedientes: el no ocultarla.
»Compenetrado de estas ideas, me puse un par de anteojos verdes, y una hermosa mañana acudí como por casualidad a la mansión ministerial. Hallé a D... en casa, bostezando, paseándose sin hacer nada y pretendiendo hallarse en el colmo del ennui. Probablemente se trataba del más activo y enérgico de los seres vivientes, pero eso tan sólo cuando nadie lo ve.
»Para no ser menos, me quejé del mal estado de mi vista y de la necesidad de usar anteojos, bajo cuya protección pude observar cautelosa pero detalladamente el aposento, mientras en apariencia seguía con toda atención las palabras de mi huésped.
»Dediqué especial cuidado a una gran mesa-escritorio junto a la cual se sentaba D..., y en la que aparecían mezcladas algunas cartas y papeles, juntamente con un par de instrumentos musicales y unos pocos libros. Pero, después de un prolongado y atento escrutinio, no vi nada que procurara mis sospechas.
»Dando la vuelta al aposento, mis ojos cayeron por fin sobre un insignificante tarjetero de cartón recortado que colgaba, sujeto por una sucia cinta azul, de una pequeña perilla de bronce en mitad de la repisa de la chimenea. En este tarjetero, que estaba dividido en tres o cuatro compartimentos, vi cinco o seis tarjetas de visitantes y una sola carta. Esta última parecía muy arrugada y manchada. Estaba rota casi por la mitad, como si a una primera intención de destruirla por inútil hubiera sucedido otra. Ostentaba un gran sello negro, con el monograma de D... muy visible, y el sobrescrito, dirigido al mismo ministro revelaba una letra menuda y femenina. La carta había sido arrojada con descuido, casi se diría que desdeñosamente, en uno de los compartimentos superiores del tarjetero.
»Tan pronto hube visto dicha carta, me di cuenta de que era la que buscaba. Por cierto que su apariencia difería completamente de la minuciosa descripción que nos había leído el prefecto. En este caso el sello era grande y negro, con el monograma de D...; en el otro, era pequeño y rojo, con las armas ducales de la familia S... El sobrescrito de la presente carta mostraba una letra menuda y femenina, mientras que el otro, dirigido a cierta persona real, había sido trazado con caracteres firmes y decididos. Sólo el tamaño mostraba analogía. Pero, en cambio, lo radical de unas diferencias que resultaban excesivas; la suciedad, el papel arrugado y roto en parte, tan inconciliables con los verdaderos hábitos metódicos de D..., y tan sugestivos de la intención de engañar sobre el verdadero valor del documento, todo ello, digo sumado a la ubicación de la carta, insolentemente colocada bajo los ojos de cualquier visitante, y coincidente, por tanto, con las conclusiones a las que ya había arribado, corroboraron decididamente las sospechas de alguien que había ido allá con intenciones de sospechar.
»Prolongué lo más posible mi visita y, mientras discutía animadamente con el ministro acerca de un tema que jamás ha dejado de interesarle y apasionarlo, mantuve mi atención clavada en la carta. Confiaba así a mi memoria los detalles de su apariencia exterior y de su colocación en el tarjetero; pero terminé además por descubrir algo que disipó las últimas dudas que podía haber abrigado. Al mirar atentamente los bordes del papel, noté que estaban más ajados de lo necesario. Presentaban el aspecto típico de todo papel grueso que ha sido doblado y aplastado con una plegadera, y que luego es vuelto en sentido contrario, usando los mismos pliegues formados la primera vez. Este descubrimiento me bastó. Era evidente que la carta había sido dada vuelta como un guante, a fin de ponerle un nuevo sobrescrito y un nuevo sello. Me despedí del ministro y me marché en seguida, dejando sobre la mesa una tabaquera de oro.
»A la mañana siguiente volví en busca de la tabaquera, y reanudamos placenteramente la conversación del día anterior. Pero, mientras departíamos, oyóse justo debajo de las ventanas un disparo como de pistola, seguido por una serie de gritos espantosos y las voces de una multitud aterrorizada. D... corrió a una ventana, la abrió de par en par y miró hacia afuera. Por mi parte, me acerqué al tarjetero, saqué la carta, guardándola en el bolsillo, y la reemplacé por un facsímil (por lo menos en el aspecto exterior) que había preparado cuidadosamente en casa, imitando el monograma de D... con ayuda de un sello de miga de pan.
»La causa del alboroto callejero había sido la extravagante conducta de un hombre armado de un fusil, quien acababa de disparar el arma contra un grupo de mujeres y niños. Comprobóse, sin embargo, que el arma no estaba cargada, y los presentes dejaron en libertad al individuo considerándolo borracho o loco. Apenas se hubo alejado, D... se apartó de la ventana, donde me le había reunido inmediatamente después de apoderarme de la carta. Momentos después me despedí de él. Por cierto que el pretendido lunático había sido pagado por mí.»
-¿Pero qué intención tenía usted -pregunté- al reemplazar la carta por un facsímil? ¿No hubiera sido preferible apoderarse abiertamente de ella en su primera visita, y abandonar la casa?
-D... es un hombre resuelto a todo y lleno de coraje -repuso Dupin-. En su casa no faltan servidores devotos a su causa. Si me hubiera atrevido a lo que usted sugiere, jamás habría salido de allí con vida. El buen pueblo de París no hubiese oído hablar nunca más de mí. Pero, además, llevaba una segunda intención. Bien conoce usted mis preferencias políticas. En este asunto he actuado como partidario de la dama en cuestión. Durante dieciocho meses, el ministro la tuvo a su merced. Ahora es ella quien lo tiene a él, pues, ignorante de que la carta no se halla ya en su posesión, D... continuará presionando como si la tuviera. Esto lo llevará inevitablemente a la ruina política. Su caída, además, será tan precipitada como ridícula. Está muy bien hablar del facilis descensus Averni; pero, en materia de ascensiones, cabe decir lo que la Catalani decía del canto, o sea, que es mucho más fácil subir que bajar. En el presente caso no tengo simpatía -o, por lo menos, compasión- hacia el que baja. D... es el monstrum horrendum, el hombre de genio carente de principios. Confieso, sin embargo, que me gustaría conocer sus pensamientos cuando, al recibir el desafío de aquélla a quien el prefecto llama «cierta persona», se vea forzado a abrir la carta que le dejé en el tarjetero.
-¿Cómo? ¿Escribió usted algo en ella?
-¡Vamos, no me pareció bien dejar el interior en blanco!
Hubiera sido insultante. Cierta vez, en Viena, D... me jugó una mala pasada, y sin perder el buen humor le dije que no la olvidaría. De modo que, como no dudo de que sentirá cierta curiosidad por saber quién se ha mostrado más ingenioso que él, pensé que era una lástima no dejarle un indicio. Como conoce muy bien mi letra, me limité a copiar en mitad de la página estas palabras:
...Un dessein si funeste, S’il n’est digne d’Atrée, est digne de Thyeste.
»Las hallará usted en el Atrée de Crébillon.»
FIN

viernes, 27 de noviembre de 2009

El Gato Negro.





No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.

Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.

Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.

Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.

Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.

Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.

Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.

Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.

El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.

La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.

No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.

Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.

Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.

Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.

Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.

Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.

Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.

Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.

El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.

Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!

Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.

Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.

Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.

Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.

El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.

No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano".

Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.

Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.

Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.

-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.

Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.

¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.

Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!

El Tren Especial Desaparecido.


La confesión hecha por Herbert de Lernac, que se halla en la actualidad penado con sentencia de muerte en Marsella, ha venido a arrojar luz sobre uno de los crímenes más inexplicables del siglo, sobre un suceso que, según creo, no tiene precedente alguno en los anales del crimen de ningún país. Aunque en los medios oficiales se muestran reacios a tratar del asunto, por lo que los informes entregados a la prensa son muy pocos, existen, no obstante, indicaciones de que la confesión de este archicrirninal está corroborada por los hechos y de que hemos encontrado, al fin, la solución del más asombroso de los asuntos. Como el suceso ocurrió hace ya ocho años y una crisis política que en aquellos momentos tenía absorta la atención del público vino, hasta cierto punto, a quitarle importancia, convendrá que yo exponga los hechos tal como me ha sido posible conocerlos. Los he examinado comparando los periódicos de Liverpool de aquella fecha, las actas de la investigación realizada acerca de John Stater, maquinista del tren, y los archivos de la compañía de ferrocarril de Londres y la Costa Occidental, que han sido puestos cortésmente a mi disposición. Resumiéndolos, son como siguen:

El día 3 de junio de 1890, un caballero que dijo llamarse monsieur Louis Caratal pidió una entrevista con míster James Bland, superintendente de la estación central de dicho ferrocarril en Liverpool. Era un hombre de corta estatura, edad mediana y pelo negro, cargado de espaldas hasta el punto de producir la impresión de alguna deformidad del espinazo. Iba acompañado por un amigo, hombre de aspecto fisico impresionante, pero cuyas maneras respetuosas y cuyas atenciones constantes daban a entender que dependía del otro. Este amigo o acompañante, cuyo nombre no se dio a conocer, era sin duda alguna extranjero y probablemente español o sudamericano, a juzgar por lo moreno de su tez. Se observó en él una particularidad. Llevaba en la mano izquierda una carpeta negra de cuero, de las de los correos, y un escribiente observador de las oficinas centrales se fijó en que la llevaba sujeta a la muñeca por medio de una correa. Ninguna importancia se dio en aquel entonces a este hecho, pero los acontecimientos que siguieron demostraron que la tenía. Se hizo pasar a monsieur Caratal hasta el despacho de míster Bland, quedando esperándole fuera su acompañante.

El negocio de monsieur Caratal fue solucionado rápidamente. Aquella tarde había llegado de un país de Centroamérica. Ciertos negocios de máxima importancia exigían su presencia en París sin perder ni un solo momento. Se le había ido el expreso de Londres y necesitaba que se le pusiese un tren especial. El dinero no tenía importancia, porque era un problema de tiempo. Si la Compañía se prestaba a que lo ganase poniéndole un tren, él aceptaba las condiciones de la misma.

Míster Bland tocó el timbre, mandó llamar al director de tráfico, míster Potter Hood, y dejó arreglado el asunto en cinco minutos. El tren saldría tres cuartos de hora más tarde. Se requería tiempo para asegurarse que la línea estaba libre. Se engancharon dos coches, con un furgón detrás para un guarda, a una poderosa locomotora conocida con el nombre de Rochdale, que tenía el número 247 en el registro de la Compañía. El primer vagón sólo tenía por finalidad disminuir las molestias producidas por la oscilación. El segundo, como de costumbre, estaba dividido en cuatro departamentos: un departamento de primera, otro de primera para fumadores, uno de segunda y otro de segunda para fumadores. El primer departamento, el delantero, fue reservado a los viajeros. Los otros tres quedaron vacíos. El jefe de tren fue James McPherson, que llevaba ya varios años al servicio de la Compañía. El fogonero, William Smith, era nuevo en el oficio.

Al salir del despacho del superintendente, monsicur Caratal fue a reunirse con su acompañante y ambos dieron claras señales de la gran impaciencia que tenían por ponerse en marcha. Pagaron la suma que se les pidió, es decir, cincuenta libras y cinco chelines, a la tarifa correspondiente para los trenes especiales de cinco chelines por milla y a continuación pidieron que se les condujese hasta el vagón, instalándose inmediatamente en el mismo, aunque se les aseguró que transcurriría cerca de una hora hasta que la vía estuviese libre. En el despacho del que acababa de salir monsieur Caratal ocurrió, mientras tanto, una coincidencia extraña.

El hecho de que en un rico centro comercial alguien solicite un tren especial no es cosa extraordinaria; pero que la misma tarde se soliciten dos de esos trenes ya era cosa poco corriente. Eso fue, sin embargo, lo que ocurrió; apenas míster Bland hubo despachado el asunto del primer viajero, cuando se presentó en su despacho otro con la misma pretensión. Este segundo viajero se llamaba míster Horace Moore, hombre de aspecto militar y porte caballeresco, que alegó una enfermedad grave y repentina de su esposa, que se hallaba en Londres, como razón absolutamente imperiosa para no perder un instante en ponerse de viaje. Eran tan patentes su angustia y su preocupación, que míster Bland hizo todo lo posible para complacer sus deseos. No había ni que pensar en un segundo tren especial, porque ya el comprometido perturbaba hasta cierto punto el servicio corriente local. Sin embargo, quedaba la alternativa de que míster Moore cargase con una parte de los gastos del tren de monsicur Caratal e hiciese el viaje en el otro departamento vacío de primera clase, si monsieur Caratal ponía inconvenientes a que lo hiciese en el ocupado por el y por su compañero. No parecía fácil que pusiese objeción alguna a ese arreglo; sin embargo, cuando míster Potter Hood le hizo esta sugerencia:, se negó en redondo a tomarla ni siquiera en consideración. El tren era suyo, dijo, e insistiría en utilizarlo para uso exclusivo suyo. Cuando míster Horace Moore se enteró de que no podía hacer otra cosa que esperar al tren ordinario que sale de Liverpool a las seis, abandonó la estación muy afligido. El tren en que viajaban el deforme monsieur Caratal y su gigantesco acompañante dio su pitido de salida de la estación de Liverpool a las cuatro y treinta y un minutos exactamente, según el reloj de la estación. La vía estaba en ese momento libre y el tren no había de detenerse hasta Manchester.

Los trenes del ferrocarril de Londres y la Costa Occidental ruedan por líneas pertenecientes a otra Compañía hasta la ciudad de Manchester, a la que el tren especial habría debido llegar antes de las seis. A las seis y cuarto se produjo entre los funcionarios de Liverpool una gran sorpresa, que llegó incluso a consternación al recibo de un telegrama de Manchester, en el que se anunciaba que no había llegado todavía. Se preguntó a St. Helens, que se encuentra a un tercio de distancia entre ambas ciudades, y contestaron lo siguiente:

«A James Bland, superintendente, Central L. and W C., Liverpool. -El especial pasó por aquí a las 4,52, de acuerdo con su horario. -Dowser, St. Helens.»

Este telegrama se recibió a las 6,40. A las 6,50 se recibió desde Manchester un segundo telegrama.

«Sin noticias del especial anunciado por usted.»

Y diez minutos más tarde un tercer telegrama, todavía más desconcertante:

«Suponemos alguna equivocación en horario indicado para el especial. El tren corto procedente de St Helens, que debía seguir al especial, acaba de llegar y no sabe nada de este último. Sírvase telegrafiar. -Manchester»

El caso estaba asumiendo un aspecto por demás asombroso, aunque el último de los telegramas aportó en ciertos aspectos un alivio a los directores de Liverpool. Parecía difícil que, si al especial te había ocurrido algún accidente, pudiera pasar el tren corto por la misma línea sin haber advertido nada. Pero ¿qué otra alternativa quedaba? ¿Dónde podía encontrarse el tren en cuestión? ¿Lo habían desviado a algún apartadero, por alguna razón desconocida, para permitir el paso del tren más lento? Esa explicación cabía dentro de lo posible, en el caso de que hubiesen tenido que llevar a cabo la reparación de alguna pequeña avería. Se enviaron sendos telegramas a todas las estaciones intermedias entre St. Helens y Manchester, y tanto el superintendente como el director de tráfico permanecieron junto al transmisor, presas de la máxima expectación, en espera de que fuesen llegando las contestaciones que habían de informarles con exactitud de lo que te había ocurrido al tren desaparecido. Las contestaciones fueron llegando en el mismo orden de las preguntas, es decir, en el de las estaciones que venían a continuación de la de St. Helens.

Especial pasó por aquí a las 5. -Collins Green.»

Especial pasó por aquí 5,5. -Earlestown.»

Especial pasó por aquí 5,15. -Newton.»

«Especial pasó por aquí 5,20. -Kenyon-Empalme.»

«Ningún especial pasó por aquí. -Barton Moss.»

Los dos funcionarios se miraron atónitos.

-No me ha ocurrido cosa igual en mis treinta años de servicio -dijo míster Bland.

-Es algo absolutamente sin precedentes e inexplicable, señor. Algo le ha ocurrido al especial entre Kenyon-Empalme y Barton Moss.

-Sin embargo, si la memoria no me falla, no existe apartadero entre ambas estaciones. El especial se ha fugado de los raíles.

-Pero ¿cómo es posible que el tren ordinario de las cuatro cincuenta haya pasado por la misma línea sin verlo?

-No queda otra alternativa, míster Hood. Tiene por fuerza que haber descarrilado. Quizá el tren corto haya observado algo que arroje alguna luz en el problema. Telegrafiaremos a Manchester pidiendo mayores informes, y a Kenyon-Empalme le daremos instrucciones de que salgan inmediatamente a revisar la vía hasta Barton Moss.

La respuesta de Manchester no se hizo esperar:

«Sin noticias del especial desaparecido. Maquinista y jefe del tren corto afirman de manera terminante que ningún descarrilamiento ha ocurrido entre Kenyon-Empalmc y Barton Moss. La vía, completamente libre, sin ningún detalle fuera de lo corriente. -Manchester»

-Habrá que despedir a ese maquinista y a ese jefe de tren -dijo, ceñudo, míster Bland-. Ha ocurrido un descarrilamiento y ni siquiera se han fijado. No cabe duda de que el especial se salió de los raíles sin estropear la vía, aunque eso es superior a mis entendederas. Pero no tiene más remedio que haber ocurrido así y ya verá usted cómo no tardamos en recibir telegrama de Kenyon o de Barton Moss anunciándonos que han encontrado al especial en el fondo de un barranco.

Pero la profecía de míster Bland no estaba llamada a cumplirse. Transcurrió media hora y llegó, por fin, el siguiente mensaje enviado por el jefe de estación de Kenyon-Empalme:

«Sin ningún rastro del especial desaparecido. Con seguridad absoluta que pasó por aquí y que no llegó a Barton Moss. Desenganchamos máquina de tren mercancías y yo mismo he recorrido la línea, que está completamente libre, sin señal alguna de que haya ocurrido accidente.»

Míster Bland se tiró de los cabellos, lleno de perplejidad, y exclamó:

-¡Esto raya con la locura, Hood! ¿Es que puede en Inglaterra esfumarse un tren en el aire a plena luz del día? Esto es absurdo. Locomotora, tender, dos coches, un furgón, cinco personas.... y todo desaparecido en la vía despejada de un ferrocarril. Si no recibimos alguna noticia concreta, iré yo personalmente a recorrer la línea dentro de una hora, en compañía del inspector Collins.

Al fin ocurrió algo concreto, que tomó la forma de otro telegrama procedente de Kenyon-Empalme:

«Lamento informar que cadáver de John Slater, maquinista tren especial, acaba de ser encontrado entre matorral aliagas a dos millas y cuarto de este empalme. Cayó de locomotora, rodó barranco abajo y fue a parar entre arbustos. Parece muerte debida a heridas en la cabeza que prodújose al caer. Examinado cuidadosamente terreno alrededores, sin encontrar rastro de tren desaparecido.»

He dicho ya que el país se encontraba en el hervor de una crisis política, contribuyendo todavía más a desviar la atención del público las noticias sobre sucesos importantes y sensacionales que ocurrían en París, donde un escándalo colosal amenazaba con derribar al Gobierno y desacreditar a muchos de los dirigentes de Francia. Esta clase de noticias llenaban las páginas de los periódicos y la extraña desaparición del tren despertó una atención mucho menor que la que se le habría dedicado en momentos de mayor tranquilidad. Además, el suceso presentaba un aspecto grotesco, que contribuyó a quitarle importancia: los periódicos desconfiaban de la realidad de los hechos tal como venían relatados. Más de uno de los diarios londinenses trató el asunto de ingeniosa noticia falsa, hasta que la investigación del juez acerca de la muerte del desdichado maquinista (investigación que no descubrió nada importante) convenció a todos de que era un incidente trágico.

Mister Bland, acompañado del inspector Collins, decano de los detectives al servicio de la Compañía, marchó aquella misma tarde a Kenyon-Empalme. Dedicaron todo el siguiente día a investigaciones que obtuvieron sólo un resultado totalmente negativo. No sólo no existía rastro del tren desaparecido, sino que resultaba imposible formular una hipótesis que pudiera explicar lo ocurrido. Por otro lado, el informe oficial del inspector Collins (que tengo ante mis ojos en el momento de escribir estas líneas) sirvió para demostrar que las posibilidades eran mucho más numerosas de lo que habría podido esperarse. Decía el informe:

«En el trecho de vía comprendido entre estas dos estaciones, la región está llena de fundiciones de hierro y de explotaciones de carbón. Algunas de éstas se hallan en funcionamiento, pero otras han sido abandonadas. No menos de una docena cuentan con líneas de vía estrecha, por las que circulan vagonetas hasta la línea principal. Desde luego, hay que descartarías. Sin embargo, existen otras siete que disponen, o que han dispuesto, de líneas propias que llegan hasta la principal y enlazan con ésta, lo que les permite transportar los productos desde la bocamina hasta los grandes centros de distribución. Todas esas líneas tienen sólo algunas millas de longitud. De las siete, cuatro pertenecen a explotaciones carboníferas abandonadas o, por lo menos, a pozos de mina que ya no se explotan. Son las de Redgaundet, Hero, Slough of Despond y Heartscase, mina esta última que era hace diez años una de las más importantes del Lancashire. Es posible también eliminar de nuestra investigación estas cuatro líneas, puesto que sus vías han sido levantadas en el trecho inmediato a la via principal, para evitar accidentes, de modo que en realidad no tienen ya conexión con ella. Quedan otras tres líneas laterales, que son las que conducen a los siguientes lugares:

»a) A las fundiciones de Carnstock;

»b) A la explotación carbonífera de Big Ben;

»c) A la explotación carbonífera de Perseverance.

»La de Big Ben es una vía que no tiene más de un cuarto de milla de trayecto y que muere en un gran depósito de carbón que espera ser retirado de la bocamina. Allí nadie había visto ni oído hablar de ningún tren especial. La línea de las fundiciones de hierro de Camstock estuvo, durante el día 3 de junio, bloqueada por 16 vagones cargados de hematites. Se trata de una vía única y nada pudo pasar por ella. En cuanto a la línea de la Perseverance, se trata de una doble vía por la que tiene lugar un tráfico importante, debido a que la producción de la mina es muy grande. Ese tráfico se llevó a cabo durante el día 3 de junio como de costumbre; centenares de hombres, entre los que hay que incluir una cuadrilla de peones del ferrocarril, trabajaron a lo largo de las dos millas y cuarto del trayecto de esa línea y es inconcebible que un tren inesperado haya podido pasar por ella sin llamar la atención de todos. Para terminar, se puede hacer constar el detalle de que esta vía ramificada se encuentra más próxima a St. Helens que el lugar en que fue hallado el cadáver del maquinista, por lo que existen toda clase de razones para creer que el tren había dejado atrás ese lugar antes que le ocurriese ningún accidente.

»Por lo que se refiere a John Slater, ninguna pista se puede sacar del aspecto ni de las heridas que presenta su cadáver. Lo único que podemos afirmar, con los datos que poseemos, es que halló la muerte al caer de su máquina, aunque no nos creemos autorizados para emitir una opinión acerca del motivo de su caída ni de lo que le ocurrió a su máquina con posterioridad.»

En conclusión, el inspector presentaba la dimisión de su cargo, pues se encontraba muy irritado por la acusación de incompetencia que se le hacía en los periódicos londinenses.

Transcurrió un mes, durante el cual tanto la policía como la Compañía ferroviaria prosiguieron en sus investigaciones sin el más pequeño éxito. Se ofreció una recompensa y se prometió el perdón en caso de no tratarse de un crimen; pero nadie aspiró a una cosa ni a otra. Los lectores de los periódicos abrían éstos diariamente con la seguridad de que estaría por fin aclarado aquel enigma tan grotesco; pero fueron pasando las semanas y la solución seguía tan lejana como siempre. En la zona más poblada de Inglaterra, en pleno día y en una tarde del mes de junio había desaparecido con sus ocupantes un tren, lo mismo que si algún mago poseedor de una química sutil lo hubiese volatilizado y convertido en gas. Desde luego, entre las distintas hipótesis que aparecieron en los periódicos, hubo algunas que afirmaban en serio la intervención de potencias sobrenaturales o, por lo menos, preternaturales y que el deforme monsieur Caratal era en realidad una persona a la que se conoce mejor con otro nombre menos fino. Otros atribuían el maleficio a su moreno acompañante, aunque nadie era capaz de formular en frases claras de qué recurso se había valido.

Entre las muchas sugerencias publicadas por distintos periódicos o por individuos particulares, hubo una o dos que ofrecían la suficiente posibilidad para atraer la atención de los lectores. Una de ellas, la aparecida en The Tímes, con la firma de un aficionado a la lógica que por aquel entonces gozaba de cierta fama, abordaba el problema de una manera analítica y semicientífica. Será suficiente dar aquí un extracto; pero los curiosos pueden leer la carta entera en el número correspondiente al día 3 de julio. Venía a decir:

. «Uno de los principios elementales del arte de razonar es que, una vez que se haya eliminado lo imposible, la verdad tiene que encerrarse en el residuo, por improbable que parezca. Es cierto que el tren salió de Kenyon-Empalme. Es cierto que no llegó a Barton Moss. Es sumamente improbable, pero cabe dentro de lo posible, que el tren haya sido desviado por una de las siete vías laterales existentes. Es evidentemente imposible que un tren circule por un trecho de vía sin raíles; por consiguiente, podemos reducir los casos improbables a las tres vías en actividad, es decir, la de las fundiciones de hierro Camstock la de Big Ben y la de Perseverance. ¿Existe alguna sociedad secreta de mineros de carbón, alguna Camorra inglesa, capaz de destruir el tren y a sus viajeros? Es improbable, pero no imposible. Confieso que soy incapaz de apuntar ninguna otra solución. Yo aconsejaría, desde luego, a la Compañía que concentrase todas sus energías en estudiar esas tres líneas y a los trabajadores del lugar en que estas terminan. Quizá el examen de las casas de préstamos del distrito sacase a la luz algunos hechos significativos.»

Tal sugerencia despertó considerable interés por proceder de una reconocida autoridad en esa clase de asuntos y levantó también una furiosa oposición de los que la calificaban de libelo absurdo en perjuicio de una categoría de hombres honrados y dignos. La única respuesta que se dio a estas censuras fue un reto a quienes las formulaban para que expusiesen ellos públicamente otra hipótesis más verosímil. Esto provocó efectivamente otras dos, que aparecieron en los números del Times correspondientes a los días 7 y 9 de julio. Apuntaba la primera de ellas la idea de que quizá el tren hubiese descarrilado y se hubiese hundido en el canal de Lancashire y Staffordshire, que corre paralelo al ferrocarril en un trecho de algunos centenares de yardas. Esta sugerencia quedó desacreditada al publicarse la profundidad que tiene el canal, que no podía, ni mucho menos, ocultar un objeto de semejante volumen. El segundo corresponsal llamaba la atención sobre la cartera que constituía el único equipaje que los viajeros llevaban consigo, apuntando la idea de la posibilidad de que llevasen oculto en su interior algún nuevo explosivo de una fuerza inmensa y pulverizadora. Pero el absurdo evidente de suponer que todo el tren hubiera podido quedar pulverizado y la vía del ferrocarril no hubiese sufrido el menor daño, colocaba semejante hipótesis en el terreno de las burlas. En esa situación sin salida encontrábanse las investigaciones, cuando ocurrió un incidente nuevo y completamente inesperado.

El hecho es, nada más y nada menos, que haber ,recibido la señora de McPherson una carta de su marido, James McPherson, el mismo que iba de jefe de tren en el especial desaparecido. La carta, con la fecha de 5 de julio de 1890, había sido puesta en el correo de Nueva York y llegó a destino el 14 del mismo mes. Expresáronse dudas acerca de su autenticidad, pero la señora McPherson afirmó terminantemente la de la letra; además, el venir con ella la cantidad de cien dólares en billetes de cinco dólares bastaba para descartar la idea de que no se tratase de una añagaza. El remitente no daba dirección alguna y la carta era como sigue:

«Mi querida esposa: Lo he meditado muchísimo y me resulta insoportable el renunciar a ti. Y también a Elisita. Por más que lucho contra esa idea, no puedo apartarla de mi cabeza. Te envío dinero, que podrás cambiarlo por veinte libras inglesas, que serán suficientes para que tú y Elisita crucéis el Atlántico. Los barcos de Hamburgo que hacen escala en Southampton son muy buenos y más baratos que los de Liverpool. Si vosotras vinieseis y os alojaseis en la Johnston House, yo procuraría avisaros de qué manera podríamos rcunirnos, pero de momento me encuentro con grandes dificultades y soy poco feliz, porque me resulta duro renunciar a vosotras dos. Nada más, pues, por el momento, de tu amante esposo,

James McPhcrson.»

Se calculó durante algún tiempo con mucha seguridad que esta carta conduciría al esclarecimiento total del caso, sobre todo porque se consiguió el dato de que en el buque de pasajeros Vistula, propiedad de la Hamburg y New York, que había zarpado el día 7 de junio, figuraba como pasajero un hombre de gran parecido fisico con el jefe de tren desaparecido. La señora McPherson y su hermana, Elisita Dolton, embarcaron para Nueva York según las instrucciones que se les daban y permanecieron alojadas durante tres semanas en la Johnston House, sin recibir noticia alguna del desaparecido. Es probable que ciertos comentarios índiscretos aparecidos en la prensa advirtiesen a éste que la policía las empleaba como cebo. Sea como sea, lo cierto es que nadie les escribió ni se acercó a ellas y que las mujeres acabaron por regresar a Liverpool.

Así quedaron las cosas, sin nueva alteración hasta el año actual de 1898. Por increíble que parezca, durante los últimos ocho años nada ha trascendido que arrojase la más pequeña luz sobre la extraordinaria desaparición del tren especial en el que viajaban monsieur Caratal y su acompañante. Las minuciosas investigaciones que se realizaron acerca de los antecedentes de los dos viajeros pudieron únicamente dejar comprobado el hecho de que monsicur Caratal era muy conocido en Arnérica Central como financiero y agente político y que en el transcurso de su viaje a Europa exteriorizó una ansiedad extraordinaria por llegar a París. Su acompañante, que figuraba en el registro de pasajeros con el nombre de Eduardo Gómez, era hombre que tenía una historia de personaje violento, con fama de bravucón y peleador. Sin embargo, existían pruebas de que servía con honradez y abnegación los intereses de monsicur Caratal y de que este último, hombre de cuerpo desmedrado, se servía de el como guardián y protector. Puede agregarse a esto que de París llegaron informes acerca de las finalidades que monsicur Caratal perseguía probablemente en su precipitado viaje.

En el anterior relato están comprendidos todos los hechos que se conocían sobre este caso hasta que los diarios de Marsella publicaron la reciente confesión de Herbert de Lernac, que se encuentra actualmente en la cárcel, condenado con sentencia de muerte por el asesinato de un comerciante de apellido Bonvalot. He aquí la traducción literal del documento:

«No doy a la publicidad esta información por simple orgullo o jactancia; si quisiera darme ese gusto, Podría relatar una docena de hazañas mías más o menos espléndidas. Lo hago con objeto de que ciertos caballeros de París se den por enterados de que yo, que puedo dar noticias de la muerte de monsicur Caratal, estoy también en condiciones de decir en beneficio y a petición de quién se llevó a cabo ese hecho, a menos que el indulto que estoy esperando me llegue muy rápidamente. ¡Mediten, señores, antes de que sea demasiado tarde! Ya conocen ustedes a Herbert de Lemac y les consta que es tan presto para la acción como para la palabra. Apresúrense, porque de lo contrario están perdidos.

No citaré nombres por el momento. ¡Qué escándalo si yo los diese a conocer! Me limitaré a exponer con que habilidad llevé a cabo la hazaña. En aquel entonces fui leal a quienes se sirvieron de mí y no dudo de que también ellos lo serán conmigo ahora. Lo espero y, hasta que no me convenza de que me han traicionado, me reservaré esos nombres, que producirían una conmoción en Europa. Pero cuando llegue ese día... Bien, no digo más.

Para no andar con rodeos diré que el año 1890 hubo en París un célebre proceso relacionado con un monstruoso escándalo de políticos y financieros. Hasta dónde llegaba la monstruosidad del escándalo únicamente lo supimos ciertos agentes confidenciales como yo. Estaban en juego la honra y la carrera de muchos de los hombres más destacados de Francia. Mis lectores habrán visto sin duda un grupo de nueve bolos en pie, todos muy rígidos y muy firmes. De pronto llega rodando la bola desde lejos, y a éste le doy y a éste también, pop, pop, pop, los nueve bolos ruedan por el suelo. Pues bien: represéntense a algunos de los hombres más destacados de Francia como a estos bolos, que ven llegar desde lejos a este monsieur Caratal, que hacía de bola. Si se le permitía llegar a París, todos ellos -pop, pop, pop- rodarían por el suelo. Se decidió que no llegase.

No los acuso de tener clara conciencia de lo que iba a ocurrir. Ya he dicho que estaban en juego grandes intereses financieros y políticos. Se formó un sindicato para poner en marcha la empresa. Hubo algunos de los que se suscribieron al sindicato que no llegaron a comprender cuál era su finalidad. Otros sí que tenían una idea clara de la misma y pueden estar seguros de que yo no me he olvidado de sus nombres. Mucho antes de que monsieur Caratal embarcase en América, tuvieron ellos noticia de su viaje y supieron que las pruebas que traía con el equivalían a la ruina de todos ellos. El sindicato disponía de una suma ¡limitada de dinero; una suma ¡limitada, en toda la extensión de la palabra. Buscaron un agente capaz de manejar con seguridad aquella fuerza gigantesca. El hombre elegido tenía que ser fértil en recursos, decidido y adaptable; es decir, de los que se encuentran uno entre un millón. Se decidieron por Herbert de Lemac y reconozco que acertaron.

Quedó a mi cargo elegir mis subordinados, manejar sin trabas de ninguna clase la fuerza que proporciona el dinero y asegurarme de que monsieur Caratal no llegase jamás a París. Me puse a la tarea que se me había encomendado con la energía que me es característica antes de que transcurriese una hora de recibir las instrucciones que se me dieron, y las medidas que tomé fueron las mejores que era posible idear para conseguir el objetivo.

»Envié inmediatamente a Sudamérica a un hombre de mi absoluta confianza para que hiciese el viaje a Europa junto con monsieur Caratal. Si ese hombre hubiese llegado a tiempo a su destino, el barco en que este señor navegaba no habría llegado jamás a Liverpool. Por desgracia, había zarpado antes de que mi agente pudiera alcanzarlo. Flete un pequeño bergantín armado para cortar el paso al buque; pero tampoco me acompañó la suerte. Sin embargo, yo, como todos los grandes organizadores, admitía la posibilidad del fracaso y preparaba una serie de alternativas con la seguridad de que alguna de ellas tendría éxito. Nadie calcule las dificultades de mi empresa por debajo de lo que realmente eran, ni piense que en este caso era suficiente recurrir a un vulgar asesinato. No sólo era preciso destruir a monsicur Caratal; había que hacer desaparecer también sus documentos y a sus acompañantes, si teníamos razones para creer que había comunicado a éstos sus secretos. Téngase además presente que ellos vivían alerta, sospechando vivamente lo que se les preparaba. Era una empresa digna de mí desde todo punto de vista, porque yo alcanzo la plenitud de mis facultades cuando se trata de empresas ante las cuales otros retrocederían asustados.

»Todo estaba preparado en Liverpool para la recepción que había de hacerse a monsicur Caratal, y mi ansiedad era todavía mayor porque tenía razones para creer que ese hombre había tomado medidas para disponer de una guardia considerable desde el momento en que llegase a Londres. Todo había de hacerse, pues, entre el momento en que él pusiese el pie en el muelle de Liverpool y el de su llegada a la estación terminal en Londres del ferrocarril de Londres y la Costa Occidental. Preparamos seis proyectos, cada uno más complicado que el anterior; de las andanzas del viajero dependería cuál de esos proyectos pondríamos por obra. Lo teníamos todo dispuesto, hiciese lo que hiciese. Lo mismo si viajaba en un tren ordinario, que si tomaba un expreso o contrataba un tren especial, le saldríamos al paso. Todo estaba previsto y a punto.

»Ya se supondrá que me era imposible realizarlo todo personalmente. ¿Qué sabía yo de las líneas inglesas de ferrocarriles? Pero con dinero es posible procurarse agentes activos en todo el mundo y encontré muy pronto a uno de los cerebros más agudos de Inglaterra, que se puso a mi servicio. No quiero citar nombres, pero sería injusto que yo me atribuyese todo el mérito. Mi aliado inglés era digno de la alianza que establecí con ¿l. Conocía a fondo la línea del ferrocarril en cuestión y tenía bajo su mando a una cuadrilla de trabajadores inteligentes y en los que podía confiar. La idea fue suya y yo sólo tuve que contribuir en algunos detalles. Compramos a varios funcionarios del ferrocarril, siendo James McPherson el más importante de todos, porque nos cercioramos de que, tratándose de trenes especiales, era casi seguro que actuase de jefe de tren. También Smith, el fogonero, estaba a nuestras órdenes. Se tanteó asimismo a John Slater, maquinista; pero resultó hombre demasiado terco y peligroso, por lo que prescindimos de él. No teníamos una certidumbre absoluta de que monsicur Caratal contratase un tren especial, pero nos pareció muy probable que lo hiciese, porque era cosa de la máxima importancia para él llegar cuanto antes a París. Realizamos, pues, preparativos especiales para hacer frente a esa eventualidad. Esos preparativos estaban a punto hasta en sus menores detalles mucho antes de que el vapor diese vista a las costas de Inglaterra. Quizá divierta al que lea esto saber que uno de mis agentes iba embarcado en la lancha del piloto que guió al vapor hasta el lugar en que tenía que anclar.

»Desde el instante de la llegada de Caratal a Liverpool, supimos que recelaba peligro y estaba sobre aviso. Traía de escolta a un individuo peligroso, de apellido Gómez, que iba bien armado y dispuesto a servirse de sus armas. Este individuo llevaba encima los documentos confidenciales de Caratal y estaba preparado para protegerlos igual que a su amo. Existía, pues, la probabilidad de que Caratal se hubiese confiado a Gómez, y sería perder energías acabar con el primero dejando con vida al segundo. Forzosamente tenía que ser idéntico su final, y nuestros proyectos a ese respecto se vieron favorecidos por la solicitud que hicieron de un tren especial. Está claro que en ese tren especial dos de los tres empleados de la Compañía estaban al servicio nuestro y que la suma que les pagamos por ello iba a permitirles gozar de independencia durante el resto de su vida. Yo no llegaré hasta el punto de afirmar que los ingleses son más honrados que los naturales de cualquier otro país, pero sí afirmo que su precio de venta me ha resultado siempre más caro.

»He hablado ya de mi -agente inglés. Es un hombre a quien espera un gran porvenir, a menos que algún mal de garganta se lo lleve antes de tiempo. A su cargo corrieron todas las medidas que hubo de tomar en Liverpool, mientras que yo me situé en el mesón del Empalme de Kenyon, donde aguard¿ un despacho cifrado para entrar en acción. Cuando todo estuvo dispuesto para el tren especial, mi agente me telegrafió en el acto, advirtiéndome que debía tenerlo todo preparado inmediatamente. El, por su parte, solicitó, con el nombre y apellido de Horace Moore, otro tren especial, confiando en que le enviarían en el mismo en que viajaría monsicur Caratal. Su presencia en el tren podría sernos útil en determinadas circunstancias. Si, por ejemplo, nos fallaba nuestro golpe máximo, mi agente cuidaría de matarlos a los dos a tiros y de destruir los documentos; pero Caratal estaba sobre aviso y se negó a que viajase en su tren ninguna otra persona. Entonces mi agente se retiró de la estación, volvió a penetrar en ella por la otra puerta y se metió en el furgón por el lado contrario al del andén. Viajó, pues, con el jefe de tren McPherson.

»Voy a satisfacer el interés del lector poniéndole al corriente de lo que yo tenia tramado. Todo había sido preparado con varios días de antelación, a falta sólo de los últimos retoques. La línea de desviación que habíamos elegido había estado anteriormente conectada con la vía principal- pero esa conexión estaba ya cortada. No teníamos que hacer, para volver a conectarla, sino colocar unos pocos raíles. Estos habían sido colocados con todo el sigilo posible para no llamar la atención y sólo quedaba completar la unión con la vía principal, disponiendo las agujas tal y como habían estado en otro tiempo. Las traviesas no habían sido quitadas y los raíles, bridas y remaches estaban preparados, porque nos habíamos apoderado de ellos en un apartadero que había en el trecho abandonado de la línea. Valiéndome de mi cuadrilla de trabajadores, cortos en número, pero competentes, lo tuvimos todo preparado mucho antes de que llegase el tren especial. Cuando éste llegó, se desvió hacia la línea lateral tan suavemente, que los dos viajeros no advirtieron, por lo visto, en modo alguno el traqueteo de los ejes en las agujas.

»Nuestro proyecto era que Smith, el fogonero, cloroformizase a John Slater, el maquinista, a fin de que éste desapareciese con los demás. En este punto, y sólo en este punto, fallaron nuestros proyectos, porque dejo de lado la estupidez criminal de McPherson escribiendo a su mujer. Nuestro fogonero se manejó en su papel con tal torpeza, que Slater cayó de la locomotora en sus forcejeos. Aunque la suerte nos acompañó y ese hombre se desnucó al caer, no por eso deja de constituir un borrón en lo que de otro modo habría sido una obra de absoluta maestría, de las que es preciso contemplar con callada admiración. El técnico en crímenes descubrirá en John Slater la única grieta de todas nuestras admirables combinaciones. Quien como yo lleva obtenidos tantos éxitos, puede permitirse ser sincero y por esa razón señalo con el dedo a John Slater y afirmo que fue el único fallo.

»Pero ya tenemos a nuestro tren especial dentro de la línea de dos kilómetros o, más bien, de una milla de longitud, que conduce, o más bien que solía conducir, a la mina abandonada de Heartsease, que había sido una de las minas de carbón más importantes de Inglaterra. Se me preguntará cómo pudo ocurrir que nadie viese circular el tren por la línea abandonada y contesto que esa línea corre en todo su trayecto por una profunda trinchera. Nadie que no estuviese en el borde de esa trinchera podía verlo. Pero alguien estaba allí. Quien estaba era yo mismo y ahora diré lo que vi.

»Mi ayudante se había quedado junto a las agujas para dirigir la maniobra de desviación del tren. Le acompañaban cuatro hombres armados. Si el tren hubiese descarrilado, cosa que nos pareció probable porque las agujas estaban muy oxidadas, tendríamos todavía medios a que recurrir Una vez que mi ayudante vio que el tren se había desviado sin dificultad por la línea lateral, dejó a mi cargo la responsabilidad. Yo estaba esperando en un lugar desde el que se distinguía la boca de la mina y estaba armado, lo mismo que mis dos acompañantes. De ahí se verá que yo estaba siempre dispuesto para cualquier contingencia.

»Cuando el tren se hubo metido bastante por la línea lateral, el fogonero Smith amenguó la velocidad de la locomotora y luego volvió a ponerla en la velocidad máxima- pero el, McPherson y mi lugarteniente inglés saltaron a tierra antes de que fuese demasiado tarde. Quizá ese retardamiento del tren fue lo que primero llamó la atención de los viajeros, aunque, para cuando se asomaron a la ventanilla, ya el tren avanzaba de nuevo a toda velocidad. Al pensar en el desconcierto que debieron sentir, no puedo menos de sonreírme. Imagínese el lector cuáles serían sus propias sensaciones si, al sacar la cabeza por la ventanilla del lujoso coche, advirtiese de pronto que el tren corría por una vía oxidada y carcomida, de un color encarnado y amarillento por la falta de uso y por el abandono. ¡Que vuelco les debió dar el corazón cuando se dieron cuenta, con la rapidez del relámpago, de que al final de aquella vía siniestra de ferrocarril no se encontraba Manchester, sino la muerte! Pero ya el tren corría a una velocidad increíble, saltando y balanceándose sobre las vías podridas, en tanto que las ruedas chirriaban de manera espantosa sobre la superficie de los rieles. Pasaron a muy poca distancia de mí y pude ver sus rostros. Caratal rezaba, según me pareció, o al menos tenía colgado de la mano algo parecido a un rosario. El otro bramaba como un toro bravo que ha tomado el husmillo de la sangre del matadero. Nos vio en lo alto del talud y nos hizo señas lo mismo que un loco. En seguida dio un tirón a su muñeca y arrojó por la ventana hacia nosotros su cartera de documentos. Estaba claro lo que quería decimos. Aquellas eran las pruebas acusadoras y, si les perdonábamos la vida, ellos prometían no hablar jamás. Nos habría causado gran placer el poder hacerlo, pero el negocio es el negocio. Además, el tren estaba ya tan fuera de nuestro control como del suyo.

»Aquel hombre cesó en sus alaridos cuando el tren dobló entre retumbos la curva y se presentó ante ellos, con sus fauces abiertas, la negra boca de la mina. Nosotros habíamos quitado las tablas que la cerraban, dejando desembarazada la entrada. En los tiempos en que la mina trabajaba, los rieles de la vía llegaban hasta muy cerca del montacargas, para mayor comodidad en el manejo del carbón, sólo tuvimos, pues, que agregar dos o tres rieles para que alcanzasen hasta el borde mismo del pozo de mina. En realidad, como la longitud de los carriles no coincidía exactamente, la línea sobresalía unos tres pies de los bordes del pozo. Vimos asomadas a la ventana dos cabezas: la de Caratal debajo y la de Gómez encima; pero tanto el uno como el otro habían quedado mudos ante lo que vieron. Y, sin embargo, no podían retirar sus cabezas. Parecía que el espectáculo los había paralizado.

»Yo me había preguntado cómo el tren, a toda velocidad, caería en el pozo hacia el que lo había dirigido, y sentía vivo interés por contemplar el espectáculo. Uno de mis colaboradores opinaba que daría un verdadero salto saliendo por el otro lado, y la verdad es que estuvo a punto de ocurrir eso. Sin embargo, por suerte nuestra, no llegó a salvar todo el hueco y los parachoques de la locomotora golpearon el borde contrario del pozo con un estrépito espantoso. La chimenea de la locomotora voló por los aires. El ténder, los coches y el furgón quedaron destrozados y aplastados, formando un revoltijo que, junto con los restos de la máquina, cegó por un instante la boca del pozo. Pero en seguida cedió alguna cosa en el centro del montón y toda la masa de hierros, carbón humeante, aplicaciones de metal, ruedas, obra de madera y tapicería se hundió con estrépito, como una masa informe, dentro de la mina. Escuchamos una sucesión de traqueteos, ruidos y golpes, producidos por el choque de todos aquellos restos contra las paredes del pozo; y al cabo de un rato largo nos llegó un estruendo atronador. El tren había tocado fondo. Debió de estallar la caldera, porque después de aquel estruendo se produjo un estampido seco y subió desde las profundidades, hasta salir al exterior formando torbellinos, una espesa nube de vapor y de humo, que luego cayó sobre nosotros como un chaparrón de lluvia. El vapor se deshilachó luego, formando nubecíllas que se fueron esfumando poco a poco bajo los rayos del sol, y volvió a reinar un silencio absoluto dentro de la mina de Heartscase.

»Una vez realizados con tanto éxito nuestros proyectos, sólo nos quedaba ya retiramos sin dejar rastro Nuestra pequeña cuadrilla de trabajadores que había quedado en la cabecera de la línea, había levantado ya los raíles y desconectado aquélla, dejándolo todo corno había estado antes. No menos activamente trabajábarnos nosotros en la mina. Arrojamos la chimenea y otros fragmentos dentro del pozo, cubrimos la boca de éste con las tablas, tal y como estaba siempre, y levantarnos los carriles que llegaban hasta el pozo, retirándolos de aquel lugar. Después, sin precipitaciones, pero sin demoras innecesarias, salimos del país. La mayoría marchamos a la capital de Francia, mi colega inglés se dirigió a Manchester y McPherson se embarcó en Southampton, emigrando a Norteamérica. Léanse los periódicos ingleses de aquellas fechas y se verá con qué perfección realizamos nuestro trabajo y de qué manera hicimos perder por completo nuestra pista a sus finos sabuesos.

»Se recordará que Gómez tiró por la ventana su cartera, y no hará falta que diga que yo me apoderé de ella y la entregué a quienes me habían encomendado el trabajo. Quizá interese hoy a esos patronos míos saber que extraje de la cartera un par de documentos sin importancia como recuerdo de la hazaña. No tengo deseos de publicarlos; pero, sin embargo, en este mundo cada cual mira por sí. ¿Qué me queda, pues, por hacer si mis amigos no acuden en mi ayuda cuando yo los necesito? Caballeros, crean ustedes que Herbert de Lernac es tan extraordinario de enemigo como lo fue de amigo suyo y que no es hombre que se deje llevar a la guillotina sin antes hacer que todos y cada uno de ustedes se vean en camino hacia el presidio de Nueva Caledonia.

Dense prisa, en interés de ustedes mismos, monsieur de , general y barón (pongan sus nombres cada uno de ustedes en los espacios en blanco). Les prometo que en la próxima edición no quedará ningún espacio en blanco.

»P. D. Al releer mi exposición observo que he pasado por alto un solo detalle, el que se refiere al desdichado McPherson, que tuvo la estupidez de escribir a su mujer, citándose con ella en Nueva York Cualquiera se imaginará que, cuando unos intereses como los nuestros estaban en peligro, no podíamos abandonarlos a la casualidad de que un hombre como aquel descubriese o no a una mujer lo que sabía. No podíamos tener confianza en McPherson después de que este faltó a su juramento escribiendo a su mujer. Tomamos por consiguiente las medidas necesarias para que no llegara a entrevistarse con ella. A veces he pensado que sería amable escribirle a esa mujer y darle la seguridad de que no hay impedimento alguno para que contraiga nuevo matrimonio.